No me gustan las armas. Pero a base de fatigar algunos conflictos armados me he acostumbrado a su presencia y hasta a reconocerlas. Desde el traqueteo tan peculiar del AK 47 hasta el perturbador zumbido de los aviones no tripulados. Y no es casualidad que el sonido sea la mayor característica que perdure en mí de ellas, porque la guerra es ante todo una experiencia auditiva.
Una sostenida cacofonía de motores, explosiones y disparos que tantas veces no se llegan a ver, pero que alimentan el miedo, el sobresalto, la angustia; que exacerban el sentimiento de indefensión ante un destino que se escapa de uno mismo para situarse en manos distantes, sordas. En las manos de esos políticos que, como escribió Robert Fisk, deciden que otros deberán morir en pos de sus ambiciones de poder.
Si tuviera que elegir un armamento detestable y perverso sería sin dudas las bombas de racimo. ¿La razón? El silencio que las acompaña. Un silencio que ni siquiera ofrece oportunidad alguna de alerta, de reacción, de escapatoria.
Cuando terminan los conflictos allí yacen, escondidas, calladas, entre las casas, en los campos, esperando a la población civil que regresa, que golpeada por la violencia intenta ponerse de pie, recuperar su vida.
Del Líbano a Camboya
Recuerdo el sur del Líbano, tras la guerra entre Israel y Hezbolá de 2006. Los niños que las cogían del campo pensando que se trataba de juguetes o de frascos de perfumes, por sus pequeñas dimensiones y por esa suerte de lazo que algunos modelos llevan en la parte superior. Niños que en aquellos tiempos eran regularmente ingresados en los hospitales, mutilados, muertos.
Y la pregunta que nos hacíamos los periodistas que estábamos allí: ¿Por qué Israel, ya en retirada y con la Resolución 1701 bajo el brazo, decidió lanzar 1,2 millones de bombas de racimo durante los últimos tres días de combate? ¿Por qué decidió dejar semejante rastro de ignominia cuando ya había plantado más de 400 mil minas antipersona durante los 22 años de ocupación del país de los cedros?
La experiencia de Líbano me retrotrajo a una más remota: Camboya, a principios de los años 90. A las hordas de mutilados que recorrían los mercados de Siem Reap y Phnom Penh para mendigar, con sus piernas ortopédicas y sus raídos uniformes.
Muchas veces junto a pequeños a los que también les faltaba algún miembro. Porque es importante subrayar que las heridas y mermas provocadas por esta clase de munición se acarrean a perpetuidad.
Contra el silencio
El mundo supo levantar la voz en 1997 con la firma del Tratado de Ottawa, que a pesar de ciertos incumplimientos en la agenda, ha constituido un importante avance en la denuncia y erradicación de ese otro armamento silencioso e indiscriminado: las minas antipersona.
Hace tres años comenzó el denominado “proceso de Oslo”, una campaña internacional inspirada en la de las minas antipersona que busca conseguir la prohibición de las bombas de racimo.
Representantes de más de 100 países se encuentran reunidos en este momento de Dublín para tratar de alcanzar un acuerdo, antes del próximo día 30 de mayo, que podría significar un punto de inflexión en esta historia, aunque algunos de los principales países que las producen y almacenan, como EEUU, Rusia, Israel, China, India y Pakistán, hayan decidido quedarse fuera.
Desde que fueran usadas por primera vez por la Unión Soviética en 1942 contra tanques alemanes, las bombas de racimo han dejado más de 13 mil heridos o muertos en todo el mundo. En su mayoría en Laos, Vietnam, Afganistán, Irak y el Líbano.
Esperemos que el cobarde silencio de este armamento no se haga extensivo a los políticos. No sirva para amparar a los que se dedican al perverso negocio de fabricarlas y venderlas. No acalle la voz y el derecho de las víctimas, pretéritas y futuras.
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