El hambre obliga a los hombres a migrar de un continente a otro. Algunos mueren en los mares, otros arañando las puertas de un mundo que les pisa las manos para que no puedan aferrarse ni a las piedras del desierto. La Unión Europea acaba de consagrar su derecho de suspender los derechos de los “sobrantes” mediante su reclusión, hasta por un año y medio en campos de confinamiento extrajudiciales.
En lo que va del año, 69 inmigrantes han muerto intentando alcanzar las costas de España y un 40% de los españoles se declara a favor de criminalizar la inmigración ilegal.
En Italia un sector importante de la sociedad le reclama al Gobierno que limpie de “basura” su territorio, mientras un flamante y vetusto fascismo recorre las calles quemando campamentos gitanos. En los “Centros de Identificación y Expulsión”, donde gran cantidad de niños gitanos mueren “accidentalmente”, se recurre al fichaje meticuloso de los menores de edad. Cuando la noticia se publicó en nuestro país, en la versión on line del diario Crítica aparecieron muchos, demasiados, comentarios favorables a la expulsión de los rumanos, los africanos y los musulmanes de la península.
El 20 de junio pasado el escritor argentino Jorge E. Nedich, integrante de la etnia, escribió para el diarioLa Nación un artículo crítico sobre “El rebrote racista en Italia”. Lo llamativo, y también alarmante, fue que de diez mensajes al menos nueve atacaban al autor, a los gitanos y justificaban la persecución.
Los argentinos no nos distanciamos demasiado de Europa. La diferencia, tal vez, radique en que nos escudamos bajo un maquillaje que nos presenta al mundo un poco mejor de lo que somos. Sancionamos leyes sobre una igualdad de derechos en la que no creemos y adherimos a tratados internacionales que no cumplimos. Nuestros pobres, como en la historia de todas las naciones, son el extranjero interno. Los desarraigados, los suspendidos en los calabozos, los sin sentencia ni destino. Los nómades que van de una provincia a otra, de una ciudad a otra en busca tan sólo de trabajo y comida y a quienes les pisamos las manos para que no puedan agarrarse ni de los alambrados que los separan del mundo.
Nada o casi nada sabemos de nuestros antepasados desnudos. Pero nuestra presencia aquí, agónica e irresponsable, es el último refugio de la vida humana y testimonia que en algún momento ellos, cuando todo era intemperie, fueron capaces de vislumbrar lo que hoy nosotros no podemos comprender: Que la vida era un asunto colectivo, que el aire y el agua eran de todos y que era necesario reunirse junto al fuego, entibiarse y compartir la comida.
Tal vez fue entonces cuando la tierra y el cielo empezaron a quererlos.
Miguel Angel Semán
En lo que va del año, 69 inmigrantes han muerto intentando alcanzar las costas de España y un 40% de los españoles se declara a favor de criminalizar la inmigración ilegal.
En Italia un sector importante de la sociedad le reclama al Gobierno que limpie de “basura” su territorio, mientras un flamante y vetusto fascismo recorre las calles quemando campamentos gitanos. En los “Centros de Identificación y Expulsión”, donde gran cantidad de niños gitanos mueren “accidentalmente”, se recurre al fichaje meticuloso de los menores de edad. Cuando la noticia se publicó en nuestro país, en la versión on line del diario Crítica aparecieron muchos, demasiados, comentarios favorables a la expulsión de los rumanos, los africanos y los musulmanes de la península.
El 20 de junio pasado el escritor argentino Jorge E. Nedich, integrante de la etnia, escribió para el diario
Los argentinos no nos distanciamos demasiado de Europa. La diferencia, tal vez, radique en que nos escudamos bajo un maquillaje que nos presenta al mundo un poco mejor de lo que somos. Sancionamos leyes sobre una igualdad de derechos en la que no creemos y adherimos a tratados internacionales que no cumplimos. Nuestros pobres, como en la historia de todas las naciones, son el extranjero interno. Los desarraigados, los suspendidos en los calabozos, los sin sentencia ni destino. Los nómades que van de una provincia a otra, de una ciudad a otra en busca tan sólo de trabajo y comida y a quienes les pisamos las manos para que no puedan agarrarse ni de los alambrados que los separan del mundo.
Nada o casi nada sabemos de nuestros antepasados desnudos. Pero nuestra presencia aquí, agónica e irresponsable, es el último refugio de la vida humana y testimonia que en algún momento ellos, cuando todo era intemperie, fueron capaces de vislumbrar lo que hoy nosotros no podemos comprender: Que la vida era un asunto colectivo, que el aire y el agua eran de todos y que era necesario reunirse junto al fuego, entibiarse y compartir la comida.
Tal vez fue entonces cuando la tierra y el cielo empezaron a quererlos.
Miguel Angel Semán
Agencia de Noticias de Niñez y Juventud Pelota de Trapo
www.pelotadetrapo.org.ar
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