La masacre de Avellaneda, y el doble estándar de Duhalde
Hace ocho años el país se debatía en un escenario de pobreza inédita en su historia, y una deuda externa en default cercana a los 200.000 millones de dólares, producto de la fallida aventura neoliberal de la década de los noventa, y su proyecto de acumulación desmedida para pocos y exclusión para las grandes mayorías. El 19 de diciembre de 2001 miles de personas vieron a través de sus televisores decenas de saqueos a supermercados en el Gran Buenos Aires. El clima de terror y paranoia se instaló por la reiteración sistemática de la noticia en los medios de comunicación de masas. Todo se encaminaba hacia el discurso legitimador del estado de sitio. Pero el sonido atronador de las cacerolas inundó de humanidad los barrios y dio lugar a lo imprevisible. Algo del orden de lo impensado convirtió a miles de hartazgos individuales en multitud y potencia colectiva.
Los movimientos sociales se ubicaron en el centro de la escena, las manifestaciones masivas exigiendo al Estado derechos universales que permitieran la mínima sobrevivencia de los millones de excluidos fueron utilizados por la prensa conservadora para instalar la necesidad de poner orden a los “desbordes sociales”. La búsqueda de la fractura entre las clases medias y las organizaciones de desocupados se intentó de múltiples formas.
La criminalización de los conflictos fue la estrategia del gobierno de Duhalde, para poner en caja el estado de efervescencia social. La lógica del enfrentamiento sectorial de todos contra todos fue la consigna del partido del orden a cualquier precio. En ese contexto, en el invierno de 2002, la inestabilidad económica se agravaba y las movilizaciones no cedían.
El 26 de junio, como en tantas otras oportunidades, se preparaba un corte del puente Pueyrredón. Entre los convocantes se encontraba el Movimiento de Trabajadores Desocupados y la Coordinadora de Movimientos Aníbal Verón. Antes del mediodía la represión tuvo acto de presencia. La carga de la Infantería fue extremadamente dura, cientos de activistas se replegaron en dirección de la estación Avellaneda , entre ellos dos jóvenes que formarían parte de una siniestra historia.
En pocos minutos la cacería de desocupados cumplió con su objetivo, los cuerpos sin vida de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki yacían en el interior de la estación Avellaneda. Esta vez la acción coordinada de la Policía Bonaerense, la Federal y Gendarmería cumplió con su objetivo de generar el escarmiento en el activismo de los movimientos sociales en ascenso. Pero en toda planificación –también en las represivas– el lugar de lo imprevisible ocupa en algunas oportunidades un espacio decisivo.
Tras revelar las imágenes que había tomado dentro de la estación de Avellaneda el fotoperiodista independiente Sergio Kowalewski, se dio cuenta que tenía fotos de Santillán con vida al lado del comisario Franchiotti, quien lo apuntaba con su escopeta; los dos jóvenes ya heridos, sangrando y siendo zamarreados por los efectivos. Esas imágenes sumadas a la denuncia en calles y puentes de los compañeros de los activistas muertos, fueron el principio del fin para el discurso oficial que bajaba desde el gobierno de Eduardo Duhalde: “Los piqueteros se mataron entre ellos”.
Horas antes de revelarse la noticia hubo medios que daban como el origen de las muertes el enfrentamiento interno de los movimientos de desocupados, y se regodeaban mostrando ante las cámaras, gomeras y elementos de fabricación casera, incautadas a los manifestantes por las fuerzas policiales. La muerte de los dos jóvenes militantes y los 34 heridos de bala en la cruenta represión se convirtieron en el punto de inflexión de los planes del ex coequiper de Carlos Menem, quien debió alterar su calendario electoral, anticipando los comicios para abril del 2003, renunciando a sus aspiraciones de presidenciable.
A ocho años de los hechos de la estación Avellaneda, la búsqueda de la verdad y la justicia por parte de los familiares de los jóvenes asesinados se orienta a desentrañar las responsabilidades políticas del gobierno Duhalde. Mientras tanto, en la actualidad, el ex presidente provisional ha vuelto al ruedo político con el discurso de la reconciliación de los argentinos –para borrar con el codo lo escrito por la mano de los dos últimos gobiernos–. Es la supuesta pacificación social, partiendo de un diagnóstico en extremo distorsionado.
Su nuevo rol, como viejo zorro de la política, es ejercer el liderazgo de la restauración neoliberal, que ponga las cosas en su lugar, de acuerdo con la lógica del consenso de los noventa. La llamada previsibilidad política es que el rol del Estado vuelva ha retomar el rumbo perdido, el de subsidiario y garante de los negocios de los sempiternos dueños del dinero. Evitar ese afán regionalista de los últimos dos gobiernos K, y dejar esa desprolija relación con la República Bolivariana de Venezuela, fuente de dolores de cabeza para el gran amo del norte.
La paradójica pregunta que se harán los familiares de los jóvenes piqueteros asesinados –que aún siguen buscando justicia– en el gobierno Duhalde, en el agitado invierno del 2002, es cuál será la nueva herramienta de pacificación que piensa aplicar el viejo caudillo bonaerense, en su futuro plan de gobierno.
Nos vemos,
No hay comentarios.:
Publicar un comentario