Por Mempo Giardinelli
La semana pasada, y mientras estallaba la noticia de la muerte del fiscal Alberto Nisman, esta columna hablaba del golpismo judicial y recomendaba atención a las decisiones del presidente boliviano, Evo Morales, respecto de la Justicia en su país.
Claro que la sola idea de llamar a un referéndum popular para reformar la Constitución y modificar estructuras y tradiciones de la maldita Justicia aquí sonaría lejana, como de Marte. Pero los procesos político-sociales son lentos por naturaleza y no habría que descartar que esta muerte que conmovió a la nación quizás imponga nuevas legislaciones antigolpistas. Lo que podría ser el inesperado sesgo positivo de esta tragedia.
Para un país como el nuestro, que en lo que va de este siglo ha soportado desestabilizaciones políticas, agrarias, financieras y hasta policiales, y que ahora asiste a otro intento golpista, mezcla de judicial y de espionaje, quizás no venga mal que se inicie un proceso de cambios profundos y esenciales. Bien planteados, la ciudadanía probablemente acompañaría.
Lo cierto es que la eliminación (voluntaria, inducida o criminal) de un fiscal federal horas antes de que se conociera su “denuncia” contra la Presidenta y el canciller –y denuncia tan insustancial como resonante– mantuvo en vilo al país durante toda la semana y sirvió, de paso, para que medios basura del mundo cacarearan exigiendo ridículas sanciones internacionales contra el país.
Si el objetivo que buscaron el suicida, los instigadores o los asesinos era causar un daño institucional extremo, la verdad es que lo consiguieron. Amplificados luego por la retórica miserable de un periodismo que da vergüenza, sus perversos réditos se profundizan en la medida en que la muerte del desdichado fiscal sigue oscura y aún se ignora si fue suicidio o asesinato.
En el primer supuesto, el mismo Nisman se encargó de sembrar dudas; en el segundo, fue obra del “servicio” de un profesional. En cualquiera de ambas hipótesis, el episodio produjo tremendos daños al país, amplificados por la extrema irresponsabilidad y malicia de los grandes multimedios. Las mismas que imperan en las llamadas redes sociales y que sólo muestran lo desquiciados que están vastos sectores de las clases medias y lo hipócritas que pueden llegar a ser muchos ricos y poderosos.
Lo cierto es que hora a hora y día tras día va quedando cada vez más claro que el suicidio o asesinato del fiscal Nisman es parte de una interna de los llamados “Servicios de Inteligencia”, que jamás perdieron su rol antidemocrático y que ahora renuevan un grave interrogante: ¿cómo es que en más de 30 años de gobiernos legitimados por el voto popular no se cambió la estructura de esa vil “Secretaría”? La sola existencia de un agente secreto con poder absoluto durante 40 años, seguramente manchado con sangre de crímenes durante la dictadura y ensoberbecido por sentirse por encima de todos los presidentes de la democracia, impone incluso la urgencia de una cirugía mucho mayor que la que inició la Presidenta hace un par de meses. Para empezar la cual sería saludable que se conozca el pedigrí completo de este espécimen de apellido Stiuso, con fotografía pública e inmediato enjuiciamiento en marcha, puesto que por cuatro décadas ha sido funcionario del Estado. Si la desclasificación que dispuso velozmente CFK sirve también para eso, enhorabuena.
En cuanto a la “denuncia” del fiscal, era pura inconsistencia, como afirman los más respetados juristas, por estar basada sólo en suposiciones, comentarios periodísticos, escuchas clandestinas de poca relevancia y muchísima mala leche. Además, por su conducta durante la última década y los nulos avances de la causa AMIA –que más parecía boicoteada por él que avanzando–, resulta difícil, si no imposible, sostener que Nisman era un fiscal ejemplar. Ni mucho menos el inmolado paladín de la justicia que esta semana quisieron inventar algunos diarios y la telebasura nacional.
Está comprobado que mantenía estrechos vínculos con las embajadas de Estados Unidos y de Israel, a las que ayudaba a reforzar la llamada “pista iraní” en oposición a la nunca investigada “pista siria”. Y está claro que sus acciones convenían sobre todo a la política internacional norteamericano-israelí, mientras internamente se liberaba de responsabilidades a todo el multisospechado entorno político y económico de Carlos Menem. Por eso, también, durante todos estos años Nisman fue repudiado por los familiares de las víctimas de la AMIA, que siempre exigieron su apartamiento de la causa.
Y soslayando la llamativa y grave torpeza del elenco de candidatos presidenciales opositores –Massa, Macri y Sanz en primer lugar, aunque casi todos se fueron de boca por igual oportunismo– hay que apuntar que es igualmente llamativo que sea Fabiana Palmaghini la jueza ahora a cargo de la causa. Su conducta doblemente vergonzosa (porque escribió ataques inapropiados a la Presidenta en su FB, algo constitucionalmente condenable, y porque esta semana se apresuró a borrar todo lo que había posteado), no augura eficiencia alguna en el manejo de la causa. Y mucho menos si se recuerda que es la misma jueza que hace una década condujo hacia la nada la causa por otro supuesto suicidio: el de la desdichada Lourdes Di Natale, ex secretaria de Emir Yoma, cuñado de Menem investigado por corrupción.
Finalmente, la eliminación de este pobre hombre expone también la urgencia de cambiar el nombre de la mohosa Secretaría de Inteligencia. Bien haría el Gobierno en disponer otro nombre para ella en homenaje, precisamente, a la inteligencia. Y es que seguir llamando así a esa vieja cloaca argentina es, por lo menos, un pésimo ejemplo semántico para millones de chicos y chicas en edad escolar de este país.
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